jueves, julio 27, 2006

¿Qué piensa un perro blanco mientras viaja en el metro metido en el bolsillo de una mochila negra?*

Nunca pedí ser un perro mochilero y, sin embargo, aquí estoy, metido en el bolsillo de la multiusos de un buscador de aventuras prototípico.

Le tengo cariño, no digo que no, e incluso intento cubrir sus debilidades como quien cubre de sábana un cuerpo desnudo que perdió el sexappeal con el relajo del sueño.

Eso último nunca lo he hecho, claro, pero lo he visto con mis ojos. De hecho, estoy convencido de que decidió llevarme consigo por ellos.

Nunca pedí ser un perro lazarillo y, sin embargo, en los momentos en los que busca su mirada, por creerla perdida, le recuerdo que lleva los ojos puestos.

*Basado en observaciones reales

domingo, julio 16, 2006

Alguna vez

¿Alguna vez has probado a dormirte con la respiración de tu hermana?
¿Y a dejarte caer hacia atrás en el agua después de hacer el pino?
¿Y a flotar? Seguro que has probado a flotar.

¿Alguna vez has pensado en dejar de oírte,
en oír sólo el sonido del tren,
o de las olas,
o el hilo musical?

¿Alguna vez has conseguido
hacer el silencio
y descubrir entonces
que tu único rastro
es una respiración?

¿Alguna vez has probado a dormirte?

miércoles, julio 12, 2006

Helena, nos vamos

Helena Pisacastillos sacó aquella tarde lo peor de sí.

Su madre no había querido acompañarla a la playa. Su abuela se negaba, como siempre, a comprarle un helado antes de comer, y su abuelo parecía vivir absorto en un mundo del que ninguno de sus reclamos pudiera atraerle. ‘¡Pues me voy al agua!’, fue la indignación hecha verbo.

Morros afuera, ceño fruncido, la rabia marcando los límites de los orificios de su nariz. Cuerpo en posición de S afilada, de rayo, de Súper Enfadada dispuesta a cobrar su venganza con ese mundo injusto, generador de seres desarraigados, que ni siquiera pueden confiar en La Familia, si no como marca de pasta. Arranca. Paso firme y hendido un palmo en el suelo de arena. Se dirige a la orilla con fuego en los ojos. Por fin Helena va a alzar su protesta y su plataforma será ¡¡TU CASTILLO!! ¡Y el tuyo! ¡Y el tuyo! ¡Y el de más allá! Machaca la ilusión con que lo construiste, los halagos de los padres que te acompañaron a esa playa y pudieron comprobar la destreza con la que moldeas los granos de arena en combinación con la justa dosis de agua.

Aplasta lo que nunca tuvo y lo hace como quien pisa uvas, primero un pie, luego el otro, y cuando encuentra varios castillos juntos -de algún especulador en potencia-, entonces, empieza a girar sobre sí misma. Al principio todo lo que se oyen son llantos, lamentos, gritos, más infancia indignada y progenitores intentando atraer la atención del abuelo de aquel monstruo. Pero, a medida que coge velocidad, que recorre los kilómetros y kilómetros de orilla sin frenar su energético ritmo, las lágrimas y gemidos van tornándose en admiración. Ningún niño quiere ya dejar en pie su castillo. Se identifican con la causa, de todos es sabido que la insatisfacción se digiere peor en tan poco cuerpo. Y lo que queda, ‘lo que nos queda, compañeros, es el derecho a la pataleta’! Abajo los castillos mientras arriba quede un niño.

viernes, julio 07, 2006

Éranse una vez...

Érase una vez un hombre de ojos azules, y pelo claro tirando a oscuro. Caminaba con las piernas rectas, sin ocupar el excesivo espacio lateral que ocupan algunos al abrirse paso. En su cabeza, las cosas claras, pero sin desterrar de su rincón a la duda y a los millones de preguntas que viven de ella. Le gustaba lanzarlas al aire y hacer malabares. Las palabras como bolas iluminadas. Buscaba tu mirada y tus oídos y tu boca para intercambiar vida, para derrocharla, llevarla al límite de un tenedor incandescente. Érase una vez y otra y otra más.

Érase una vez una mujer de ojos castaños tirando a negro, y pelo oscuro. Dependiendo de su memoria y las prisas, caminaba con cierta amortiguación alegre o con relajada mirada de erguidez. En su cabeza, las cosas claras, pero sin desterrar de su rincón las alas que oxigenaban su cerebro. Le gustaba desplegarlas y hacerlas crecer. Las palabras como alimento y ventana. Buscaba tu mirada y tus oídos y tu boca para intercambiar vida, para derrocharla, llevarla al límite de la sonrisa más larga. Érase una vez y otra y otra más.